viernes, 25 de septiembre de 2009

CAPITULO 11

CAPÍTULO 11

Por fin llegamos a casa. Nos pasamos todo el viaje en silencio... Bueno, fui yo el callado, ya que Ángel, radiante de ilusión, no paraba de hablar, de volver a dormir en su cama, de volver al trabajo, de estar con sus amigos... Pero yo no dejaba de pensar en dos cosas: la primera, en la expectación (excesiva) mediática que este asunto ha provocado, y la segunda, que ahora ese periodista tergiverse nuestro "encuentro" de forma que él sea una víctima indefensa y yo le haya amenazado verbal y físicamente (¡¡¡si es que me conozco a la gente de su misma calaña como si les hubiera parido!!!).

Al llegar ya a nuestra casa, Ángel estaba nervioso, ansioso, como cuando vas a una perrera y ves a los cachorros ladrar y moverse como locos. Pues Ángel era en ese momento como un cachorrito. Quería entrar y ver todas las estancias de la casa, pero yo le retenía en la silla.

- Recuerda lo que ha dicho el doctor: reposo. Así que no te muevas de aquí.

Como pude, metí la silla en la casa, cerré la puerta, dejé a Ángel en el salón, cogí la maleta y la dejé en la habitación.

- Joder, Dani, tío... ¡¡¡Creo que estoy soñando!!! ¡¡¡Que no me creo estar ya en mi casa!!! Estoy en una nube...,- Ángel no dejaba de hablar casi a grito pelado desde el salón, mientras yo estallé, en silencio, en el dormitorio del enano -. ¿Eh, Dani? Esto hay que celebrarlo. Invitemos a todos a una fiesta. Oye, ¿no habría sido mejor hacerME A MÍ la fiesta? Como una fiesta sorpresa, con sus serpentinas, sus globos, sus matasuegras... ¿Dani? ¿Dani, dónde estás?

El chirrido de la silla me hizo estar alerta. Ángel apareció por la puerta, serio.

- ¿Estás bien, tío?

- Sí, sí claro,- respondí, volviendo el rostro y tratando de eliminar cualquier rastro de lágrimas.

- ¿Qué te pasa?,- preguntó, adelantándose hacia mi.

- No es nada,- noté la mano de Ángel sobre mis hombros.

- Dani, tío... No hace falta que finjas ni que te vuelvas cuando estoy contigo. Sé que estás llorando. Y lo comprendo. En estos días ha habido un cúmulo de sucesos que es normal que explotes... Mi accidente, el coma, los periodistas, esta silla de ruedas... Que soy gay...

- No,- dije muy seco, volviéndome hacia Ángel -. Ya te he dicho que me da igual lo que seas o cómo seas. Seguirás siendo mi amigo.

- Lo sé, y por eso quiero que sepas que sigo empeñado en la idea de abandonar esta casa e irme por mi cuenta. No quiero tener que provocarte más disgustos...

- Ángel,- me levanté para arrodillarme ante él -. Tú te quedas aquí como que me llamo Daniel Mateo Palau, y te juro por lo más sagrado del mundo que haré que te sientas tan bien, que olvides esa estupidez de irte de la casa... ¡Ey! ¿Y ahora cómo pago la hipoteca si no pagas tu parte?

Intenté sonreír con la pregunta, pero me salió un rostro más bien picassiano (o esa fue mi sensación). Ángel, mirándome a los ojos, y como sabiendo leerlos, me abrazó y dejó salir una lágrima de sus amoratados ojos. Ese abrazo, ese sollozo, me hizo recordar todos los momentos, tanto buenos como malos, que pasamos juntos.

- Bueno,- dije, separándome del abrazo -. Dejemos de llorar como unas marujas adictas a las telenovelas, y abramos tu maleta. Que cuanto antes terminemos con esto, antes podrás descansar...

Y desempaquetamos la maleta. Yo realmente hice todo el trabajo de sacarlo todo de la maleta y guardarlo en su lugar, pero Ángel quería ayudar y cada dos por tres hacía amagos de querer levantarse de la silla, pero yo le retenía.

- Y ahora a dormir un poco,- le dije cuanto terminamos -, que seguro estás deseando en echarte un rato en una cama de verdad.

- Y tú también,- me respondió -, que esa silla del hospital debía de estar más dura que una tabla de madera.

- Es que era una silla de madera,- y reímos, que buena falta nos hacía.

Fui a ayudar a Ángel a levantarse de la silla para recostarlo en la cama, pero Ángel me paró.

- Ya que estamos en casa, ¿por qué no me haces algo de comer? Que la comida del hospital hace honor a su leyenda.

Y me lo llevé, con silla y todo, al salón. Le dejé viendo la televisión (aunque ninguna tenía ganas de ver nada, tan sólo vernos y hablarnos en silencio), mientras yo preparaba algo para llenar el buche. Después de dos meses en el hospital junto al enano, lo único que se salvó de la caducidad fue la botella de vino que compré el día del accidente. Cuando la vi, recordé todo y no supe qué hacer con ella. Abrí la nevera. Sólo se salvaban los tres huevos que quedaban de la última docena que compramos, un plátano (aunque ya se veían síntoma de ennegrecimiento), medio limón (¿por qué siempre que la nevera está vacía, siempre hay medio limón?), una lechuga y algún que otro tomate. La carne que compré aquel fatídico día se había podrido casi por completo, así que lo tiré.

- Bueno, espero que te guste esto...,- dije llevando un plato al salón, con cara de escepticismo.

- Bueno, Dani...,- me dijo cuando le serví -. Cualquier cosa vale...

Y no penséis mal. Lo único que hice fue picar una hoja de lechuga, partir el tomate en tres trozos y cocer uno de los huevos.

- Es lo único que se ha salvado...,- dije.

- Claro, como no has pasado por casa en estos dos últimos meses, pues toda la nevera a la basura. Bueno, no te preocupes, que cualquier cosa es mejor que la comida de hospital,- y la verdad es que, o la comida de hospital era muy mala, o Ángel tenía un hambre atroz, porque en un abrir y cerrar de ojos arrampló con todo el plato.

Pero hubo algo en la televisión en ese momento que nos cortó la digestión (sí, a los dos, a pesar de que yo no comí nada).

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